viernes, 21 de marzo de 2014

Era tan dulce...

Era tan dulce, tan bonita.

Era un día de lluvia, gris y oscuro. Las gotas caían sobre mi piel, limpiaban el rastro de lágrimas de mi mejilla. Andaba mojada y perdida, salpicando cada charco. No veía el sol, había desaparecido. Sentía frío. Tenía la chaqueta empapada. El agua me había calado hasta lo más profundo de mi ser. Cada vez llovía más, diluviaba. Corría en busca de refugio, cada vez más rápido hasta que cai al suelo. El suelo estaba igual de frío que mi alma e igual de mojado que mis pantalones. Conseguí levantarme y me di cuenta que había caído en el barro. Mojada, perdida y sucia.

Continué andando. Ya no podía más pero seguí. Tenía más frío y necesitaba calor, calor humano. Entonces vi una luz, me giré y en apenas 20 segundos lo oí. Un rayo había caído detrás de mí, muy cerca. Empecé a correr de nuevo. Seguía sin encontrar nada con lo que cubrirme. Aquel no era mi día de suerte.

Finalmente paré, ya no podía correr más. Estaba al borde de un acantilado. El mar se abría ante mí y a lo lejos se veía la calma que tanto ansiaba. Mientras observaba el mar, en ese instante, paró de llover y salió el sol. Miré hacia abajo. Las olas rompían con fuerza contra las rocas. Me senté. Notaba como los rayos del sol secaban mis ropas, pero eran incapaces de secar mis lágrimas, que caían suavemente por mis mejillas deslizandose hacia el mar.

Era tan dulce, tan bonita la idea de saltar.

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