jueves, 17 de septiembre de 2015

Irene

Desde el momento en que la vi, la reconocí de inmediato. Solo sabía su nombre, Irene. No sabía su edad y ella ni siquiera sabía de mi existencia. Era bella y hermosa, Irene.

Supe que era ella. La deseaba, me atraía, la necesitaba y sobre todo, la quería.
Había buscado durante años alguien que me llenara, nunca me fue posible. Era inalcanzable la felicidad. No se puede ser feliz en un mundo de injusticias.

También es cierto eso que dicen que no necesitas pareja para ser feliz. Pero yo no lo era. Ni nadie lo era. Vivíamos en la era de la hipocresía y la falsedad, en un mundo donde aparentar importa más que ser. Estaba tan sobrevalorada la felicidad... Si todo el mundo hablaba de lo feliz que eran, con o sin sus parejas, si realmente todos fueran felices, la felicidad sería un tema banal, algo cuotidiano en nuestras vidas.

Los seres humanos tendemos a banalizar y convertir como normal, algo que tiempo atrás nos pareció alucinante. Y es lógico, ¿no? Si algo le ocurre a todo el mundo, no tiene nada de extraordinario, pasa a ser rutina, como el café de las mañanas.

Sin embargo, la felicidad ahí estaba, como logro principal en la vida que todos decían alcanzar y nadie conseguía. Les encantaba aparentar ser felices, porque en el fondo, deseaban serlo, y que su vecino -aparentemente- lo fuera, les repateaba. Ellos querían ser felices también. "¿Por qué no lo merezco? ¿Por qué no soy feliz si soy buena persona?" se preguntaban.

¿Cómo iban a ser felices si ni siquiera la conocían? Mi querida, Irene. Irene era la fórmula de la felicidad. Me volvía loca si no la tenía, me volvía loca no haberla tenido nunca, y me vuelve loca saber que nunca la tendré. Que siempre será libre, y yo no. Que tampoco seré feliz, porque no soy libre. Y no soy libre porque no te tengo.

Todos queremos ser libres. Pero nuestro miedo a serlo es mucho mayor que nuestro deseo. Nos autoegañamos al pensar que somos libres, nos consolamos con ello. Igual que nos autoengañamos con la felicidad. Y es que a fin de cuentas, ser libre, es ser feliz.
Y seguiré esclava infeliz, añorando tu dulce rostro, sintiéndote cerca, mi dulce Irene, hasta que supere mis miedos, y me quedaré susurrando tu bonito nombre, Irene.

Y es que, Libertad, que bonito nombre tienes.